Nostalgia

Un histórico de EA, Rafa Larreina, será el diputado de Amaiur que acuda a la entrevista con el Rey en representación de la coalición abertzale. Algo hemos ganado desde el momento en que Jon Idigoras protagonizó por vez primera semejante trance. Larreina es un hombre acostumbrado a llevar corbata; no necesitará por tanto recurrir al gesto histriónico de Idigoras, que, ante las cámaras, sacó del bolsillo de la chaqueta una corbata arrugada y se la ajustó al cuello con el aire resignado de quién se pone a sí mismo el dogal.

Rafa Larreina es lo que llamaríamos una buena persona. Es también un miembro cualificado del Opus Dei y si la política hace extraños compañeros de cama, excuso contarles: durante una larga temporada compartió piso de la Obra en Vitoria con el periodista Cayetano González, que poco después sería jefe de Prensa de Jaime Mayor Oreja en el Ministerio del Interior.

¿Cómo afrontará un hombre así el pasado de la coalición a la que ahora pertenece, en la que se hacinan 858 víctimas de ETA? Es seguro que Larreina, como el párroco del chiste, no es partidario, pero se me hace raro que no sienta una vergüenza ajena, un dolor de contrición arrimadizo, la incomodidad de un alma buena que ha de alternar con gentes de pasado impresentable.

Preguntado Larreina por la incongruencia de acudir a la Zarzuela, mientras Bildu, otra expresión de lo mismo formada por los mismos se negó a recibir a los Príncipes en San Sebastián, haciendo un distingo entre el ámbito institucional y la feria de vanidades, que ya viene definida en el Eclesiastés: «Vanidad de vanidades y todo es vanidad». Él piensa pedir al Rey que reconozca «la realidad del Estado plurinacional: es el momento de hacerle llegar al Rey lo que pensamos, decirle que tiene una obligación y una asignatura pendiente con Euskal herria».

Son los últimos monárquicos, gentes que todavía tienen una añoranza del antiguo régimen y prefieren ignorar el título II de la Constitución y el hecho de que, en las monarquías parlamentarias, el Rey ni legisla ni gobierna, no se puede tener todo.

Cuánto les gustaría a Larreina y a sus conmilitones terrenales que un monarca absoluto, el Rey de España, un suponer, les jurase los fueros o les prometiera la autodeterminación, qué más da, para poder llamarle Señor de Vizcaya en lugar de señor Borbón, como en los buenos viejos tiempos. Como aquel alcalde de Lekeitio que hizo de anfitrión para la tatarabuela del monarca, durante una visita real a su pueblo, en la que Isabel II, la más castiza de las reinas españolas, inauguró la temporada de baños, siendo invitada por el regidor a sumergirse en aguas del Cantábrico por la vía del chapuzón: «Erreña, agora, alza el pata y chángate».

Sin embargo, Larreina y los suyos deberían resistir la tentación de recurrir al miembro vasco de la familia real, por mucho que sus orígenes familiares pudieran hacerle, en su opinión, más sensible o receptivo a la causa nacionalista. Y sobre todo, llegado el caso, que no se les ocurra pedirle ningún informe escrito. Sale por un pico.